Los imaginarios determinan maneras de ser y comportarse, así como las formas de uso de los objetos que representan. En esta medida, los imaginarios no existen en un espacio geográfico, sino simbólico, que permite rastrear y examinar posiciones y relaciones inter-subjetivas y eco-lógicas. A su vez, los objetos que incorporan imaginarios van construyendo archivos que, más allá de almacenar cosas tangibles, van almacenando experiencias estéticas y valoraciones simbólicas. Dichos archivos sirven para jerarquizar y valorar culturalmente los objetos y sus imaginarios. En este sentido, mientras que lo imaginario hace alusión a la percepción grupal a través de los deseos, el archivo implica su documentación, almacenamiento y reconocimiento. Los imaginarios apuntan a una categoría cognitiva que revela cómo los seres sociales, no por medio de la razón, sino más bien a través de la sensación perciben sus propios mundos y realidades (Silva, 2012).
Lo imaginario se hace real en tanto genera un efecto social en lo público; en consecuencia, no es una ilusión diferente de la realidad. El mundo vivido a través de los imaginarios es real en la medida en que se determina por sus formas de percepción y uso de los objetos; “lo imaginario no es ni mentira ni secreto, pues al contrario, se vive como verdad profunda de los seres humanos así no corresponda a hechos comprobables empíricamente” (Silva, 2012). La percepción imaginaria corresponde a un nivel profundo de elaboración social, que aunque no tiene que coincidir con el dato empírico, si corresponde a una verdad construida socialmente a través de múltiples fantasías que se incorporan a personas “reales” y sus correspondientes modos de actuar. “Esto significa que el ver está reglamentado socialmente, que no vemos con los ojos propiamente, que los imaginarios nutren las visiones. (…) [Así] un estudio de los imaginarios debe recorrer tres registros como objeto a revelar: el imaginario como construcción o marca psíquica; el imaginario como construcción social de la realidad y el imaginario en cuanto al modo que permite la expresión material por alguna técnica” (Silva, 2012).
A estas características estructurales de los imaginarios - es decir, las inscripciones en lo psíquico, lo social y lo técnico - hay que agregar la condición social de . Hay producción de imaginarios allí donde la función estética se hace dominante dentro de los procesos de interacción social, que como hecho afectivo, se desarrolla de forma colectiva dentro de una red de afectos. Al igual que en el arte, la experiencia estética de las interacciones sociales se trata de un juicio emotivo, sólo que en este contexto sucede en medio de la convivencia colectiva. Dichas experiencias son fuerzas de una colectividad, en gran medida, libres de percepciones lógicas comprobables, que toman forma en la medida en que su referencia al objeto genera una sensación creciente de asombro (Silva, 2012).
Así, la tesis freudiana acerca del abre una analogía de los imaginarios como memoria compartida, en la que una representación o un trauma mental que se creía sepultado en el pasado se desplaza y vuelve a in-corporar en un objeto nuevo - ya sea físico o imaginado -. En consecuencia, el asombro social de los imaginarios se produce mediante las estrategias de desplazamiento y de residuo que conllevan dos operaciones: una cognitiva y otra disciplinaria. El desplazamiento como hecho de cognición implica que la valoración simbólica – u operación estética - que estaba en un objeto se desplace a otro que la incorpora, presentando nuevas propiedades que asombran. Dicho desplazamiento sólo puede captarse de manera derivada y por medio de metáforas (Silva, 2012).